martes, 29 de noviembre de 2011

La biblia junto al calefón

San Francisco Solano, en el partido de Quilmes, guarda uno de los mejores secretos del Conurbano: más de veinte cuadras de feria, mantas y puestos. Entre verduras, celulares y autopartes, se cocinan relaciones peculiares en una sociedad que desea aprovechar cada centímetro.

Por Estefanía Cendón, Adriano Epiro y Analía Imputato (Comisión 35)

Suena mucha cumbia, pero San Francisco Solano es el santo del folclore argen­tino. En su doble carácter de di­vinidad y de músico, en la mano lleva un crucifijo y a sus pies yace un violín. En 1949, también se convirtió en el nombre de una ciudad de Quilmes. El Concejo vecinal había decidido llamarse Paulino Barreiro, pero la munici­palidad eligió la denominación del convento que se levantaba en las cercanías.
La ciudad ya tenía nombre, una iglesia, una escuela y la comis­aría. No pasó mucho tiempo hasta que se asentaron los prim­eros puesteros de lo que hoy es su atracción más pintoresca. A simple vista, la feria de Solano es caos. Aunque parece la hija de La Salada, en sus 50 años de historia adquirió una identidad propia.
Un gran camping
Los miércoles y los sábados, entre las 8 y las 15, se abre un abanico de sensaciones. La feria es una fiesta para los sentidos: los colores, las texturas y los aromas dan la bienvenida. La calle Do­nato Álvarez es el eje principal. Formalmente, la feria comien­za en la calle 844 y termina en Avenida San Martín. Son quince cuadras en las que se concentran los puestos más tradicionales, donde se venden frutas, carne, e indumentaria. Parece una feria más. “Pase y revuelva” y “Elija sin compromiso”, son los hits.
En realidad, el espectáculo es más complejo: esta no es cual­quier feria. Los límites (y no sólo los geográficos) no son tan pre­cisos. Más allá de San Martín, se descubre otra zona: la de los manteros. Allí, están los vend­edores fugaces: la biblia y el calefón, juntos, ante la mirada de un comprador también fugaz que aprovecha la ocasión. Es lo más parecido a un cambalache: se consiguen autopartes, celulares, juguetes viejos, electrodomésti­cos y reliquias de la abuela. Los productos son usados y, según atestiguan muchos vecinos, su procedencia es dudosa.
La marca de la gorra
Una de las diferencias entre las dos zonas es el método de asig­nación de los espacios. En la parte formal, el permiso es otor­gado por la municipalidad de Quilmes, por lo que dominan los trabajos fijos. “Si querés poner un puesto ahora, tenés que anotarte en una lista de espera porque ya está todo ocupado. Igualmente, es muy difícil que te lo den”, ase­gura un vendedor de plantas y sahumerios sobre la demanda de habilitaciones.
Más allá de avenida San Martín, opera otra lógica. “Acá te cobra todo el mundo: el dueño de calle, el policía, todos”, comenta Vir­ginia, mientras vigila los adornos para el jardín que dispuso sobre su manta. El encargado de la cuadra es el primer hombre en pedir su parte. Se acerca a pri­mera hora, reclama el dinero y se va, sin dejar ningún compro­bante. Luego, si el puestero tiene mala suerte, algún policía puede hacer lo suyo. “El precio (de la coima) varía. En el caso de la venta de celulares, se puede lle­gar a sacar 100 pesos por puesto y los que venden autopartes o electrodomésticos te pueden de­jar hasta 500 pesos”, confiesa un oficial acostumbrado a patrullar estas cuadras.
Los sábados, días de mayor con­currencia, los remolones pueden quedarse sin lugar y aquellos que lo consiguen se ven desbor­dados por las personas que se acercan. Los compradores que no capturan la atención del pues­tero, pueden probar suerte en el centro comercial de Solano, ubi­cado en la calle 844, a metros de Donato Álvarez.
Antes, la feria era un complemen­to del centro, pero la relación se invirtió. Ante la competencia, los comerciantes ofrecen un difer­encial: calidad. “Por supuesto que nos afecta que esté la feria porque los precios son inferiores, y es muy difícil competir, pero la calidad también es inferior. Creo que las prendas que tenemos nosotros son mejores que las que pueden encontrarse allá”, argumenta Omar Diez, dueño de La Botica Loca. La distinción es meramente simbólica: la calidad de la ropa que se vende en los negocios de la avenida no dista de la que se encuentra en la fer­ia. La explicación es sencilla: una de las fuentes son los mismos talleres que fabrican la indumen­taria que luego será vendida en las tiendas más tradicionales.
No obstante, Diez defiende su posición y no considera la po­sibilidad de mudarse a la feria. “Si tuviese que vender el tipo de ropa con la que trabajo, tendría que bajar mucho mis precios, perdería mucha plata”, explica el comerciante de ropa unisex. La opinión de los compradores es distinta. “En la feria, podés conseguir buena calidad a bajo costo, solamente hay que saber dónde comprar”, asegura Clau­dia, habitué de uno de los pues­tos de verduras de la entrada de la feria.
No soy de aquí ni soy de allá
San Francisco Solano es la Estam­bul del Conurbano: abarca tier­ras de Quilmes y de Almirante Brown. La feria, de origen quilme­ño, se encuentra en el límite en­tre ambos partidos, lo que oca­sionó algunos inconvenientes en los últimos años. Es que, en 2008, los puesteros pasaron la frontera, por ambición propia y por los empujones del director de ferias de Quilmes, Fabián Macedo. La respuesta del Municipio de Alm­irante Brown no se hizo espe­rar: frenó la invasión y replegó al enemigo. Al mismo tiempo, el secretario de Gobierno, Franco Caviglia, fue contundente: “Que quede en claro que la denomi­nada feria de Solano, y los eventuales problemas que en ella se produzcan, son respons­abilidad exclusiva del municipio de Quilmes. Almirante Brown es ajeno a esta situación”.
Los “eventuales problemas” son el descontento de los vecinos y los hurtos, que ocurren, sobre todo, los sábados. “Cuando hay más gente puede haber algún que otro robo. La ocasión hace al ladrón”, dice Diez, apoyado en el refranero popular.
La relación con la Policía es con­tradictoria. La autoridad se ubica como un curioso mediador: debe vigilar los mismos puestos a los que les pide dinero. Encima, en el pedido de coimas entra otra variable: aquellos puestos con artículos de marcas reconocidas (o con falsi­ficaciones) deben pagar más (“cobrar marca”, como se lo conoce en la jerga policial).
La coyuntura explica que Nike y Adidas sean las mar­cas más vendidas en Solano. Por el cupo impuesto a las importa­ciones de Brasil, se restringió el ingreso de electrodomésticos y, sobre todo, de indumentaria y zapatillas. Ferias como la de So­lano responden a esta necesidad latente de vestir como los de­portistas profe­sionales. Algu­nos productos son falsifica­ciones, pero en otros casos el contrabando sirve para es­quivar las de­moras en la Ad­uana y para ubicar los artículos en los generosos mostradores de las grandes ferias.
Hay que entrenar el ojo para evi­tar engaños. Algunas imitaciones son de baja calidad y la trampa queda al descubierto. Sin em­bargo, hay métodos más sofisti­cados. Una práctica conocida en la venta de electrodomésticos es entregar la carcasa del televisor, pero sin sus mecanismos inter­nos, sino relleno con piedras para simular el peso del artefacto.
La feria depara otras sorpresas, como le ocurrió a Aldo, profesor de un colegio de Quilmes: “Un sábado a la mañana revisaba un puesto de libros y de repente me encontré con uno que me era fa­miliar. Lo abrí y descubrí mi sello en la primera página. Era uno de los libros que se habían llevado cuando entraron a robar a mi casa”. A María, otra vecina, le sucedió algo similar. Una tarde, ató la bicicleta a un poste de luz y entró al supermercado. Al salir, la bicicleta ya no estaba más. “Por lo que se comenta, fui directa­mente a buscarla a la feria. La encontré, pero no reclamé”, ex­plica, con bronca y resignación.
Una feria no tan improvisada
Es fuente de problemas, pero tam­bién intenta brindar soluciones. Al fin de cuentas, la feria de Solano no es puro desorden. Los sociólogos Eduardo Chávez Molina y María Laura Raffo investigaron el caso en 2003 (“Ferias y feriantes en el Conurbano bonaerense. Lógi­cas de reproducción y trayecto­rias laborales de trabajadores fe­riantes”). Según el informe, desde su nacimiento, la feria re­sponde a una necesidad concreta: “En estos espacios sociales, los sujetos tran­sitan y ponen en práctica estrategias al­ternativas de inserción económica, dando lugar a la construcción de trayectorias socio-laborales ‘dinámicas’, que constituyen reales o potenciales atajos contra la ‘exclusión’”. El objetivo es no pasar los límites de la marginalidad, y allí nacen las diferenciaciones entre feriantes formales e informales. Los vend­edores formales, con habilitación o con deseo de tenerla, se orga­nizaron en un sindicato, aunque hoy sólo queda una pequeña comisión. “Todos los martes nos reunimos en una mutual para de­fender nuestro trabajo y para que nos den los permisos”, explica José, vendedor de ropa. En 2007, el intendente de Quilmes, Francis­co Gutiérrez, redobló la apuesta: todos los feriantes del municipio iban a estar en blanco y aportarían para la jubilación. La promesa no se cumplió. Los puesteros esperan y, mientras tanto, cuidan el rincón donde ofrecen sus variados pro­ductos. Quizás, San Francisco So­lano, el patrono folclorista, encuen­tre, ahí tirado, un nuevo violín.

Recuadro 1
Otra forma de comprar
Entre la austeridad del barrio y las luces del centro comercial, las ferias son un fenónemo que cobró relevancia con la crisis del fin de siglo. A casi diez años del estallido de 2001, ya son un actor principal en la escena económica de la Ciudad de Buenos Aires. En la actualidad, hay 42 “saladitas”, de acuerdo con una investigación efectuada en septiembre por CAME (Cámara Argentina de los Medianos Empresarios). En sep­tiembre, las ventas en este tipo de establecimientos ascendieron a 122,5 millones de pesos, con preponderancia del rubro textil (cerca del 90% de los puestos se dedica a la ropa).
Floresta, Liniers, Once y Pompeya son los barrios con más actividad. También hay “saladitas” en Ca­ballito, Constitución y Retiro. De todos modos, la reina de las ferias está en Lomas de Zamora, provin­cia de Buenos Aires. La Salada es el símbolo de una década. El es­tablecimiento todavía conserva elementos de una feria itinerante: sólo abre dos días por semana. Sin embargo, su éxito comercial no conoce obstáculos, ya que cada mes, recibe dos millones de visitantes en sus 20 hectáreas.
La Salada nació en 1991, cuando un grupo de puesteros bolivianos adquirió un terreno a orillas del Riachuelo. Aún recordaban la hiperinflación y, tal vez por eso, no imaginaban lo que sucedería más tarde. El despegue se dio en 2002, como respuesta a miles de compradores que buscaban la misma calidad que antes, pero, olvidada la convertibilidad, de­bían ajustarse a las necesidades de sus flacos bolsillos.
Claro, la Salada no fue sólo un amor de verano. Hoy, el complejo reúne tres ferias diferentes: Punta Mogote, Ocean y Urkupina. El es­pacio que ocupa ya no se mide solamente en hectáreas. Jorge Castillo, el hombre más impor­tante de la feria, también pien­sa en bits, por lo que abrió una sucursal virtual, mercadolasalada.com. Además, se embarcó en una aventura de marketing cuando, en el rally Dakar 2010, auspició a los argentinos Walter Kent y Cristian Rubinetti, quienes corrieron con una camioneta Toyota Hilux pin­tada de celeste y blanco.
El crecimiento de la Salada no cesa. Tras facturar el récord de 15 mil millones de pesos en 2009 (contra 8.500 millones de los cen­tros comerciales), aparece un nuevo desafío: expandirse inter­nacionalmente. “Podemos vender una chomba a diez dólares”, ya avisó Castillo, que planea abrir una sucursal en Miami.

Recuadro 2
Cómo llegar
En auto, la feria está a 30 minutos del Obelisco. Sin em­bargo, los visitantes llegan, en colectivo. Desde el Centro, son 90 minutos de viaje, y algún tras­bordo. Son siete las líneas que se acercan: 354, 263, 585, 257, 266, 148 y 271. Aunque los miércoles el panorama es otro, los sábados los colectivos llegan llenos y el destino de los pasajeros es el mis­mo: hay que tener calma. La paciencia también es necesaria para conseguir buenos precios. Aquí también se aplica aquella máxima: “hay que caminar y caminar”. Hay que saber buscar y tener recomendaciones sobre los puestos de la zona formal. En la zona informal, en cambio, se necesita estar alerta y una cuota de suerte. Con todas estas claves, el visitante puede comprar los mismos productos que ve en los centros comerciales, pero por la mitad del precio. En el ranking de los más buscados, el primer lugar lo ocupan los productos electróni­cos. Esos celulares que afuera valen $400 (con cámara y repro­ductor de MP3), en la feria apenas superan los $100. El segundo ru­bro es el de la ropa interior. Un conjunto de primera marca, que en los negocios está $120, se puede conseguir a $70. Y con el mismo packaging. Claro que los precios, en Solano, son variables: para aprovechar las oportuni­dades, hay que estar entrenado en un viejo deporte, el regateo.

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