jueves, 11 de octubre de 2012

Perfil


HORACIO DI CHIANO

Por Teresa Valentin
En 1944 Jorge Luis Borges publica Ficciones. En uno de sus cuentos, “El milagro secreto”, el autor relata los últimos días de vida del escritor Jaromir Hladik, capturado por los soldados nazis. En la cárcel le pide a Dios un año más para terminar su obra maestra y su deseo se convierte en realidad en el momento del fusilamiento. De repente, el tiempo físico se detuvo: un minuto se transformó en un año. Cuando culminó de escribir, las balas atravesaron su cuerpo y murió. Uno creería que algo así nunca podría ocurrir, pero el relato de Horacio di Chiano se puede asemejar a esta ficción con la diferencia de que él sí pudo contarla por sí mismo.
Horacio di Chiano era un típico hombre de clase media. A sus cincuenta años tenía esposa y una única hija de 24. Era de estatura pequeña, moreno y en su rostro dialogaban los anteojos con su bigote. Trabajaba como electricista en la compañía Ítalo y aspiraba a jubilarse para luego mantenerse por cuenta propia. Su pasar económico se reflejaba en la armonía de su hogar, un lugar adornado con muebles de series en el que se destacaba la abundancia de cortinados, de almohadas y alfombras.
La rutina no lo inquietaba. Los días eran para él simples números en el calendario; de hecho, el sábado 9 de junio de 1956 transcurrió normal hasta las 23 horas cuando los policías golpearon la puerta de su finca, ubicada en la localidad de Florida. Allí se produciría el acto más injusto de su vida: su detención junto con otros hombres para luego ser fusilados en un descampado en José León Suarez.
Don Horacio jamás supo por qué lo llevaron a fusilar. Su rostro era la viva imagen de la incertidumbre, ante cada hecho ocurrido esa noche reaccionaba con sorpresa, en especial, cuando le preguntaban dónde estaba un tal Tanco. Su naturaleza simple no podía concebir algo tan ficcional como lo que le estaba ocurriendo.
Quizás, por eso fue uno de los primeros en bajar del camión que condujo a los detenidos al descampado donde ocurriría la operación masacre y en donde, al igual que el personaje de Borges, se le concedería un deseo: vivir. La oscuridad le permitió actuar con sigilo, ante los disparos su instinto fue tirarse cuerpo a tierra y detener su anatomía en tiempo y espacio. Y acá la conexión con el milagro secreto.
Un milagro ocurrió cuando las luces del camión se convirtieron en verdugos de su muerte temporal. En el momento de registro de cuerpos le apuntaban sólo a él. Petrificado en el suelo el tiempo se convirtió en minutos, horas y años, mientras su mente le ordenaba no moverse ni respirar. Don Horacio era su propio Dios en ese juego de paciencia del que salió ganando, pero no lo supo hasta horas más tarde cuando se sentó en un bar a tomar café y un vaso de caña.
Desde ese momento se convirtió en uno de los siete sobrevivientes de la masacre de José León Suarez. Desde ese día, por unos cuantos meses, fue un prófugo de la ley, perdió su cómoda vida y su trabajo de diecisiete años. La vida se hizo más real que nunca, lamentablemente. 

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