HORACIO DI CHIANO
Por Teresa Valentin
En 1944 Jorge
Luis Borges publica Ficciones. En uno
de sus cuentos, “El milagro secreto”, el autor relata los últimos días de vida
del escritor Jaromir Hladik, capturado por los soldados nazis. En la cárcel le
pide a Dios un año más para terminar su obra maestra y su deseo se convierte en
realidad en el momento del fusilamiento. De repente, el tiempo físico se
detuvo: un minuto se transformó en un año. Cuando culminó de escribir, las
balas atravesaron su cuerpo y murió. Uno creería que algo así nunca podría
ocurrir, pero el relato de Horacio di Chiano se puede asemejar a esta ficción
con la diferencia de que él sí pudo contarla por sí mismo.
Horacio di Chiano
era un típico hombre de clase media. A sus cincuenta años tenía esposa y una
única hija de 24. Era de estatura pequeña, moreno y en su rostro dialogaban los
anteojos con su bigote. Trabajaba como electricista en la compañía Ítalo y
aspiraba a jubilarse para luego mantenerse por cuenta propia. Su pasar
económico se reflejaba en la armonía de su hogar, un lugar adornado con muebles
de series en el que se destacaba la abundancia de cortinados, de almohadas y
alfombras.
La rutina no lo
inquietaba. Los días eran para él simples números en el calendario; de hecho,
el sábado 9 de junio de 1956 transcurrió normal hasta las 23 horas cuando los
policías golpearon la puerta de su finca, ubicada en la localidad de Florida.
Allí se produciría el acto más injusto de su vida: su detención junto con otros
hombres para luego ser fusilados en un descampado en José León Suarez.
Don Horacio jamás
supo por qué lo llevaron a fusilar. Su rostro era la viva imagen de la
incertidumbre, ante cada hecho ocurrido esa noche reaccionaba con sorpresa, en
especial, cuando le preguntaban dónde estaba un tal Tanco. Su naturaleza simple
no podía concebir algo tan ficcional como lo que le estaba ocurriendo.
Quizás, por eso fue
uno de los primeros en bajar del camión que condujo a los detenidos al
descampado donde ocurriría la operación
masacre y en donde, al igual que el personaje de Borges, se le concedería un
deseo: vivir. La oscuridad le permitió actuar con sigilo, ante los disparos su
instinto fue tirarse cuerpo a tierra y detener su anatomía en tiempo y espacio.
Y acá la conexión con el milagro secreto.
Un milagro
ocurrió cuando las luces del camión se convirtieron en verdugos de su muerte
temporal. En el momento de registro de cuerpos le apuntaban sólo a él. Petrificado
en el suelo el tiempo se convirtió en minutos, horas y años, mientras su mente
le ordenaba no moverse ni respirar. Don Horacio era su propio Dios en ese juego
de paciencia del que salió ganando, pero no lo supo hasta horas más tarde
cuando se sentó en un bar a tomar café y un vaso de caña.
Desde ese momento se convirtió en uno de los
siete sobrevivientes de la masacre de José León Suarez. Desde ese día, por unos
cuantos meses, fue un prófugo de la ley, perdió su cómoda vida y su trabajo de
diecisiete años. La vida se hizo más real que nunca, lamentablemente.
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