jueves, 27 de septiembre de 2012

Una casona inesperada en San Telmo


“CUALQUIER VERDURA ES UNA EXCUSA PARA DIVERTIRNOS Y COMPARTIRLO CON EL MUNDO”

Por María Cecilia Cartoceti
Violeta Brenman, co-fundadora de la tienda Cualquier Verdura, explica la dinámica de un espacio cambiante e indefinido por elección de sus dueños. Ya sea ropa o una heladera roja, un objeto kitsch o retro, todo está a la venta.
Una mujer pequeña observa a través de anteojos grandes y estilizados. Es Violeta Brenman, diseñadora industrial de la Universidad de Buenos Aires que, junto a su hermano Esteban, hizo de una casa de 1892 una tienda excéntrica y personal: Cualquier Verdura. Se trata de un proyecto en San Telmo que reúne piezas, misceláneas y remite a una visión particular sobre el diseño y la funcionalidad de los objetos. Mate en mano, Violeta comparte anécdotas.
¿Cómo surgió Cualquier Verdura?  
Abrimos en agosto de 2007, pero para explicarte tengo que volver en el tiempo hasta el 2005. Estaba cursando la última materia en la facultad y trabajaba con mi hermano en un taller que quedaba en lo de mis viejos. Nos juntábamos a crear objetos no necesariamente útiles a partir de computadoras viejas. A veces, solo las desarmábamos. Así, nos dimos cuenta de que teníamos ganas de poner un local, de seguir trabajando juntos y de lo divertido que es encontrar cosas.
Pero, ¿crearon algún objeto que les haya hecho pensar en este local? De desarmar y armar computadoras a una casa-tienda hay una gran distancia.
Sí, pero Cualquier Verdura no surgió de algo material, sino de ese vínculo que se generó entre nosotros. De todos modos, no nos imaginábamos esto. Cualquier Verdura, como es hoy, nació al encontrarnos con esta casa, ver su potencial y las posibilidades que teníamos.
¿Qué imaginaban cuando pensaban en su local?
Mi hermano y yo pensábamos en un salón grande que iba a tener cajones de verduras con distintas piezas de todo tipo. Pensábamos en una balanza hermosa para vender al peso, no sé, muñequitos. De ahí viene el nombre Cualquier Verdura.
¿De qué manera esta propiedad los condujo, de aquella idea primaria, a la tienda que tienen hoy?
Al principio, la casa estaba muy deteriorada y necesitaba mucho trabajo de restauración. Por su antigüedad, estaba protegida y había cosas que no se podían modificar. Nosotros estábamos de acuerdo con esa disposición. Nos dimos cuenta de que la casa debía seguir siendo una casa antes que un local porque es hermosa y tiene una estructura especial.
Los objetos, entonces, se tenían que relacionar con la propiedad y disponerse de acuerdo con su contexto. Además, ese orden particular era un permiso para mezclar estilos y tipos de piezas. Hoy uno ve los productos muy ordenados y cuidados, y tiene la sensación de que todo es muy costoso. En realidad, hay piezas baratas y otras que no lo son. Eso depende de la calidad y del stock del producto.
Si los objetos se relacionan con la casa, ¿qué pasa cuando se llevan algo muy relevante en un ambiente?
Al principio nos generaba un poco de angustia. Después nos dimos cuenta de que aquello nos permitía cambiar la estética de una habitación y reacomodar los objetos. Para nosotros es bueno poder ofrecer cosas nuevas. Para el cliente es bueno encontrarse con productos distintos.
Las piezas, además, se relacionan con las personas. ¿Qué dicen esos objetos de ustedes?
No sé, es una pregunta difícil. Para mí, destacan nuestro sentido del humor, de la apreciación por el producto bien hecho y por el buen diseño. Esos son atributos que pueden estar hasta en una baratija.
Entre los ‘50 y los ‘70, Argentina tuvo una producción industrial interesante y con un nivel de diseño muy bueno. En perfumería encontré matrices increíbles para, por ejemplo, un talco de niños que salía ¡nada! Ese nivel de industrialización permitía hacer productos híper complejos y masivos. En los ‘80 se cerró la importación de juguetes y se fabricaron bizarreadas muy interesantes.
¿Por ejemplo?
Todos esos juguetes imitación de Playmobil, los Playthings y los PlastiBoys que vendemos acá. Además, hay productos actuales que son juguetes y, en parte, esculturas coleccionables. Muestran que los adultos también compran cosas porque les gustan, más allá de su utilidad.
Entonces, ¿qué dicen los objetos de sus nuevos dueños?
Muchos de nuestros clientes son diseñadores, fotógrafos, artistas. Ellos eligen lo que les gusta y no tanto lo que dicta la moda. Nosotros buscamos que alguien llegue y se enamore de un producto porque es distintivo.
Me llaman la atención las etiquetas de las piezas. ¿Tienen algo que ver con ese carácter distintivo de alguna de ellas?
Tiene que ver con una necesidad de ser sinceros con los clientes. No nos interesa vender algo que es nuevo como si fuera algo antiguo. Las etiquetas amarillas marcan que algo es viejo y las blancas, que algo es nuevo.
Hay productos con etiquetas naranja, ¿cuál es su particularidad?
Se trata de objetos que nos gustan mucho y queremos que se queden, por eso les ponemos precios altos y les avisamos a los clientes a través de esa etiqueta naranja. Puede ser que no estén de acuerdo con el costo, pero no dejaríamos ir al producto por menos. En definitiva, el costo es irrelevante, pero tengo que explicar porqué un lápiz cuesta cinco pesos y una Sheaffer original, en su caja, vale 100 veces más.
Vi que toman fotos de los compradores de esos productos especiales. Hay una de un hombre con un porta-rollo de papel higiénico con radio, ¿puede ser?
Sí, se lo llevó un francés. Estaba en su caja, impecable. Lo más gracioso es que dos años después encontramos un producto muy similar pero que, en vez de tener una radio, venía con un dock para iPod. El producto era de Hong Kong pero estaba destinado a Estados Unidos, o algo así.
¿Dónde encuentran esos objetos?
Ahora mucha gente nos ofrece productos y ya no salimos tanto a buscar. Pero antes recorríamos barrios y locales con dueños tan antiguos como las cosas que nos interesaban.
Había un local en Luis Viale y otra calle que no recuerdo, en Villa Crespo, que era una perfumería y un bazar. Vimos un par de cosas de plástico en vidriera que nos gustaron y entonces entramos a preguntar. Al final, pasamos al depósito a revolver cajas. Eran cosas que ya no se vendían: una polvera, una taza.
Somos más activos compradores cuando viajamos. Traemos latitas, lámparas, veladores, cosas así.
¿Tienen algún criterio particular de selección?
Lo particular es que lo elegimos nosotros. Nos tiene que gustar y sorprender.
Pero, ¿por qué comprar cosas tan únicas para venderlas en lugar de conservarlas?
La verdad es que nunca fuimos coleccionistas. Yo guardo papelería, no objetos. Me enamoro momentáneamente de ellos, los disfruto, les saco fotos, los prendo y apago. Lo que a mi hermano y a mí nos gusta y divierte es elegir, encontrar algo especial y comprar.
Cualquier Verdura es un espacio difícil de clasificar, ¿cómo lo definirías?
La estructura y la forma en que hicimos las cosas hacen que el local sea autosustentable, pero no es un negocio. No buscamos que nos de grandes ganancias. Vender es poder comprar. Cuando un producto muy bueno se va, decimos “qué pena que se va, pero qué suerte que puedo renovar”.
En definitiva, Cualquier Verdura es un espacio lúdico que nos permite comprar cosas, organizar eventos, invitar a la gente. Sí, es una tienda. Sí, todo lo podes comprar. No es un museo. Es una casona antigua, pero no se parece a una propiedad de ese momento. Para nosotros, Cualquier Verdura es una excusa para divertirnos y poder compartirlo con el mundo exterior.

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